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El país
Jueves, 28 de octubre de 2010
El legado que deja Néstor Kirchner
El Presidente que cambió el paradigma
Intendente, gobernador, presidente, su proyecto siempre fue reelecto. En el gobierno puso en discusión temas que los demás esquivaban.
Por Mario Wainfeld
El ex presidente Néstor Kirchner murió ayer, en El Calafate que tanto amaba y tanto lo sedaba, en pleno protagonismo, cuando tenía apenas sesenta años. Es difícil encontrar un parangón histórico con la desaparición de un líder de su porte, en tales circunstancias. Raúl Alfonsín falleció hace poco; el impacto y la emoción fueron grandes, tanto como el reconocimiento. Pero al líder radical todo le llegó cuando estaba en el ocaso de su carrera, cuando ya no era un protagonista de primer nivel. Tal vez el parangón más cercano sea la desaparición de Juan Domingo Perón durante su tercer mandato: una figura central, en torno del cual constelaba la política, que ordenaba (por así decir) amores, odios y alineamientos. Pero hay una diferencia sideral con esos días, que alude al legado que deja Kirchner. Sin Perón, era evidente que la Argentina se encaminaba, irremisiblemente, a una situación peor y su fuerza a una crisis fenomenal. Kirchner deja el centro de la escena en un país gobernado y gobernable. Con una economía y una situación social sustentables, con previsibilidad política. En el ’74 la política era colonizada por la violencia; en 2010 se cumplen varios años de paz social muy grande (para los parámetros argentinos) y con un rumbo mejorable (como todo) pero racional. Kirchner llegó a la Casa Rosada en un país devastado, se fue en otro, aún cargado de deudas sociales y contradicciones pero indeciblemente mejor.
Gobernante ante todo: Fue un político hasta su última hora. La noche del martes se pasó mirando números, encuestas, datos económicos, fatigando su celular. Antes que nada, fue un hombre de gobierno: recorrió todo el escalafón de cargos ejecutivos, su lugar en el mundo. Intendente de Río Gallegos, ganando su primera vez por un pelito. Después, gobernador de Santa Cruz. Siempre fue reelecto, dato digno de mención. Llegó a la presidencia cuatro años antes de lo que indicaban su ambición y su férrea voluntad, por uno de esos raros azares felices de nuestra historia. Accedió con votos prestados, con mínima legitimidad, en una nación devastada y acomplejada que apenas empezaba a levantar cabeza. Figura dominante de este siglo, captó como nadie el significado de la catástrofe de 2001, su génesis, el arduo y escarpado modo de irla repechando. El “que se vayan todos” expresaba el descrédito de la política pero no le ofrecía salida. Sin gobierno, sin Estado, sin conducción, sin dinero en caja, con casi tantas monedas como provincias, sin poder político, nada sería posible. Una población abatida, con millones de desempleados, hogares destrozados por la falta de trabajo, falta de fe individual y colectiva lo recibían. Casi nadie lo conocía, lo que incluía a muchos que lo habían votado, por descarte.
“Que se vayan todos” era un síntoma de la imperiosidad del cambio, un rechazo al pasado cercano pero no un programa de salida. Kirchner captó ese doble mensaje: supo (o mejor, decidió) que era acuciante reparar los daños causados por la dictadura, por el entreguismo desaprensivo de los ’90, la anomia del gobierno aliancista, la sumisión a los organismos internacionales de crédito. Reconstruyó el Estado, compensó los poderes fácticos acrecentando el del gobierno popular, designó a los culpables de la caída. Los fustigó con su palabra, atropellada pero clara al designar adversarios y enemigos. Polarizó y politizó, son virtudes, quedando para la polémica las dosis o las proporciones.
Pero, además, edificó un paradigma distinto. A su modo, con vectores claros y simples, eventualmente esquemáticos. Como un maestro mayor de obras, que erige una casa sencilla, eventualmente con paredes algo chingadas, pero habitable.
Había que reparar, había que compensar a las víctimas del terrorismo de Estado y de la desolación económica. No era ése el menú de moda en la Argentina, fue el que eligió, al que apostó con pocas barajas en la mano y no tantas fichas. Lo marcó asimismo la sangre derramada en los finales de los gobiernos del radical Fernando de la Rúa y Eduardo Duhalde también: debía cesar la violencia represiva, que minimizó a niveles únicos en la historia y mantuvo permitiendo un grado de movilización altísimo, que a menudo le jugó en contra.
Giro: Se le reprocha haber cambiado su postura respecto del terrorismo de Estado, de las políticas económicas precedentes. La supuesta incoherencia fue uno de sus mayores méritos, pues (como Alfonsín en sus primeros tramos) recorrió la parábola inversa a lo que predicaba la cartilla de los gobernantes, la que observaron el menemismo, la Alianza, el propio Frepaso. La que indujo a Carlos Reutemann a aterrarse ante la perspectiva de ganar lo que, parecía, equivaldría a reprimir, bajar salarios, endeudar al fisco. Kirchner viró a izquierda, hacia un creciente protagonismo estatal, porque comprendió que se atravesaba una nueva etapa.
Combinó lo concreto con lo simbólico, seguro que con trazos gruesos. La remoción de la Corte Suprema menemista por una de mayor calidad, la derogación de las leyes de la impunidad, la bajada del cuadro de Videla, la reapertura de la ESMA, la relación más estrecha que jamás tuvo gobierno alguno con los organismos de derechos humanos vienen en combo.
También, en otro carril, el desendeudamiento (acordado en simultáneo con el presidente brasileño Lula da Silva), la virtual ruptura con el Fondo Monetario Internacional (FMI), la decisión de poner el acelerador a fondo en la economía, la creación de puestos de trabajo, la ampliación de la masa de jubilados. Todas esas acciones enfrentaron críticas lapidarias, anuncios de catástrofes, aplazos desde academias del saber o desde grupos de interés.
Los grandes humillados del cuarto de siglo que precedió su desembarco en la Rosada fueron su centro de atención: los trabajadores, las víctimas del terrorismo de Estado, los argentinos en su conjunto privados de autoestima y de conchabo.
Economía política: Su concepción económica, que signó la etapa, es acendradamente política y uno de sus más claros lazos de parentesco con el primer peronismo. El crecimiento a todo trapo, el acelerador siempre a fondo, la promoción del consumo y del empleo conllevan un objetivo político y democrático. Estaba compelido a conseguir consenso, en parte para su proyecto político pero, especialmente, para recuperar gobernabilidad y estabilidad. La satisfacción de necesidades primarias, la posibilidad de acceder a bienes necesarios o algo suntuarios y al trabajo fueron su camino hacia la popularidad. Seguro que faltó equilibrio con otras variables, sobre todo en los últimos años, pero mete miedo pensar qué hubiera pasado sin un gobierno valorado, sin un Estado sólido, sin reservas financieras. Se cortó la continuidad decadente que destruyó la trama social entre (por lo menos) 1987 y 2002.
Pasar del desempleo al trabajo, tener unos pesos en el bolsillo y menos miedo sobre el porvenir acrecienta la autoestima, desbaratada en décadas de desvaríos.
Contaba que siendo joven, cuando salía de noche, su padre le preguntaba si tenía dinero y le daba unos pesos más, no para gastarlos sino para estar seguro. Cifraba así su propia economía política. En pocos años la Argentina disminuyó su deuda externa a niveles manejables (que aliviará a gobiernos futuros), solidificó a la AFIP y la Anses.
La puja distributiva volvió a estar en agenda, con avances institucionales que desde otras banderías se subestiman, se niegan o se detestan. Las convenciones colectivas anuales, siempre en alza, las reformas laborales progresivas sí que insuficientes, la consolidación del sistema jubilatorio forman un haz de aportes innegables. Ahora, en el purgatorio, se debate en detalle cómo cualificar esos logros, cómo redistribuir mejor, cómo elevar el piso. Cuando se estaba en el sótano, unos cuantos discutían el rumbo.
Las cifras, el consenso, la derecha: Las cifras que enunciaba a granel (PBI, reservas, índices de crecimiento y de empleo en especial) fueron su obsesión y su fuerza. Gobernante de una crisis a la que apodó, sin mayor exageración, “el infierno” centró en ellas su atención, su gestión y una fracción relevante de su deseo. Timonel vigoroso, derivó hacia “el Purgatorio”, en un tránsito que no fue pacífico. Una derecha sin referencias políticas lo acechó siempre. Se olvida a menudo, pero la emergencia de Juan Carlos Blumberg sucedió pocos días después del inolvidable 24 de marzo de 2004. El crecimiento general, el renacimiento de las economías regionales, los costados virtuosos del “modelo” con paridad cambiaria competitiva, creación de puestos de trabajo, obra pública y acumulación de reservas le fueron ganando, si no apoyos militantes, consensos muy extendidos. En la emergencia, casi todos se aferraron al capitán de tormentas, incluyendo a las patronales, que mayormente se la llevaron con pala. Rabiaban por el ascenso de los trabajadores, por tener que pulsear en las paritarias pero acompañaban.
De un presidente ignoto, sin caudal propio, pasó, en dos elecciones seguidas, a una mayoría holgada, propia. En ese devenir, descuidó el armado político y desnudó limitaciones para ciertas destrezas políticas: contener a los propios, acariciar a los dudosos, formar nuevos cuadros, movilizar. Así, llegó en auto a las victorias de 2005 y 2007, tras redondear la mejor presidencia habida desde la primera de Perón.
En pos de la gobernabilidad se fue arrimando al peronismo y al movimiento obrero, dejando de lado su proyecto de transversalidad, que incluía una etapa superadora del bipartidismo. En parte fue porque el ensayo encontró límites fuertes, algunos derivados de impericia, otros de falta de peso de los nuevos aliados. En cualquier caso, afrontó un dilema complejo, con soluciones imperfectas en ambos casos. Hombre de gobierno, se inclinó por la que remachaba la continuidad y la estabilidad. Siempre será polémico el saldo, nunca será redondo. En la galaxia peronista, su aliado más fiel y rendidor fue la CGT conducida por Hugo Moyano, en una relación que mejoró a ambos socios, dejando heridos y asignaturas injustamente pendientes, como el reconocimiento de la Central de Trabajadores Argentinos (CTA).
De la desconfianza a Unasur: Patagónico, desconfiado, formateado en una provincia donde todo se hace con esfuerzo propio, la política internacional le resultaba distante y hasta la sospechaba de distractiva. Supo cambiar de parecer al internalizar la necesidad de una política regional, que diera carnadura a su relato antiimperialista, irrealizable desde un solo país. También, acierto fundante, se percató de que Brasil y Lula (el mejor colega que podía tener allí) eran aliados estratégicos de la Argentina. En la Cumbre de las Américas de Mar del Plata le tomó el gustito al juego político. La vulgata dominante narra que Argentina se “aisló del mundo”, un disparate de aquellos. Jamás comerció con tantos países, jamás se ligó a tantos mercados. Y, además, jamás jugó un rol de equilibrio y pacificación en América del Sur. Argentina y Brasil primaron con activismo y compromiso para que Evo Morales fuera presidente, para que la rosca de derecha no lo derrocara, para evitar la guerra entre Colombia y Ecuador, para intentar frenar el golpismo en Honduras y para frenarlo en Ecuador.
La mejor relación que haya existido jamás con Brasil, con Chile, con Bolivia, con Venezuela, con Paraguay. El conflicto con Uruguay fue un retroceso en ese avance global, felizmente remendado bajo la gestión de Cristina Kirchner y el presidente uruguayo José Mujica.
También hubo trato privilegiado con España y una relación sensata, sí que gratamente autónoma, con Estados Unidos.
La presidencia de Unasur es otro vacío difícil de llenar. Lograda con unanimidad expresa una verdad negada por la conjura de los necios: la valoración de Kirchner trasciende las fronteras. Para Lula, para Hugo Chávez, para Michelle Bachelet, para Evo Morales, para Correa, fue un aliado de fierro y un compañero. Los demás presidentes, de otras pertenencias, reconocieron a una figura de primer nivel, a despecho de las diferencias.
Cambio de roles: Desde el vamos, desde cuando su revalidación parecía una quimera, predicó que no iría por la reelección. Recelaba del desgaste, de la fatiga ciudadana, hablaba de una necesidad de mayor institucionalidad y menos combate. Cristina Fernández, de cualquier forma, llegó en tono de reelección que los escasos cambios de su gabinete convalidaron. El color peronista del apoyo electoral signó esa decisión.
El mandato de la Presidenta fue mucho más tormentoso que el de su predecesor. Es en parte lógico: superada la malaria y recobradas las fuerzas, muchos actores incrementaron sus demandas. En parte hubo descuidos del Gobierno. En parte, muy sustancial, la agenda institucional fue mucho más ambiciosa y fundante que la de Kirchner.
Cristina y Néstor Kirchner siempre actuaron en tándem desde 2003. Pensaban muy parecido, acordaban en casi todo. Pero el cambio de roles le costó al ex presidente, que perdió muñeca política y capacidad de negociación. Fue más intransigente y menos dúctil frente “al campo” que contra Blumberg o que negociando con los vecinalistas entrerrianos o que en las tratativas con el FMI.
Las retenciones móviles y la derrota electoral de 2009 dieron la impresión de final de ciclo. Los vaivenes del electorado son siempre dignos de atención, máxime para una fuerza populista. La reacción de la Presidenta combinó un temple enorme con la sagacidad de ampliar la agenda propia. Siempre politizando y polarizando pero buscando apoyos externos, consagró cambios institucionales notables, ajenos a su imaginario años atrás. La Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual hasta la demasiado demorada Asignación Universal por Hijo, pasando por la reestatización del sistema previsional fueron jugadas tremendas, arriesgadas, progresistas que importan (en los hechos más que en el discurso) autocríticas y correcciones de gran nivel.
En su sube y baja, el kirchnerismo quedó con menos apoyos difusos y más consistencia ideológica. También congregó militantes, en especial jóvenes, promovió organización y se consagró más a disputar el debate mediático.
En trance de mayor debilidad, jugó doble contra sencillo. En eso está ahora, siendo por lejos la primera minoría política, la que saldría puntera en la primera vuelta electoral, la que tiene mayor capacidad de movilización y de “calle”, la que imanta más adhesiones de artistas, trabajadores de la cultura y bloggers.
Con ese patrimonio, importante y aún no suficiente para lograr la proeza de tres mandatos consecutivos, llega la muerte de Néstor Kirchner.
Desafíos: El inventario se hace interminable, acaso por impericia del cronista pero también porque hablar de Kirchner es sumirse en todas las controversias de ayer, de los próximos meses o años. Sin agotar la enumeración, cabe consignar entre los aciertos el aumento del presupuesto educativo y el matrimonio igualitario. Y entre los errores, la erosión del Indec, tan contradictoria con la tendencia general de defensa del Estado y lo público.
Un líder como Kirchner es irreemplazable y, al unísono, no tiene reposo. No sólo porque el hombre era poco afecto a parar sino porque los grandes referentes siguen batallando después de muertos.
Su lugar vacante potencia la ambición de sus adversarios, la barbarie gorila que ya empezó aflorar, el odio de una derecha recalcitrante que esta nota prefiere apenas mentar. En ese aspecto el adiós de Kirchner parece, por ahora, más semejante al de Evita, por el odio de “los otros”, que al de Perón.
La Presidenta, en un momento cruel de su vida, afronta el enorme desafío de proseguir sin su compañero de vida y de luchas. También pierde a un político fundamental, a quien todos respetaban o temían o valoraban. A un alquimista que sabía contener, motivar y conducir a dirigentes, militantes y personas de a pie.
El tándem funcionó con dificultades pero era un bastión, que en los últimos tiempos había logrado el ascenso muy parejo de ambos (con leve supremacía de la Presidenta) en imagen positiva e intención de voto.
Sobreponerse al dolor personal y a la pérdida política, mantener la gobernabilidad, contener a la fuerza propia y sumar parecen retos gigantescos. En más de tres años la Presidenta ha combinado, más vale, aciertos y falencias, aunque siempre demostró aptitud para remontar las cuestas más adversas.
Cuando Kirchner advino al poder, lo informó Horacio Verbitsky en este diario, José Claudio Escribano le dio un ultimátum y un programa, que el entonces presidente rechazó de volea. Ayer, en La Nación comenzaron a pasarle letra a la presidenta Cristina para que desista de su proyecto. La primera vez creían lo que hacían, ahora es pura parada. Todos saben que ella sostendrá sus principios y su norte.
Cuando las corporaciones, sus adversarios políticos y algunas personas vulgares festejan, el cronista recuerda a uno de ellos, el ex presidente Eduardo Duhalde. En 2003, dos periodistas de Página/12 le preguntamos si Kirchner sería su Chirolita. Duhalde respondió “los que dicen eso no lo conocen. Y menos la conocen a Cristina”. Ahora, hay menos motivos para dudar de su templanza y su vocación de militante y dirigente.
Dolor: Es una sandez hablar de un potencial veredicto de “la historia”. La historia es política: en la Argentina no se han saldado debates sobre Rosas o Perón, menos se llegará a la unanimidad sobre Kirchner.
Confrontativo, por vocación, por estilo y porque gobernar es definir conflictos y aún atizarlos, Kirchner fue llorado ayer y seguirá siendo llorado por muchos pero no por todos. Ayer una muchedumbre colmó la Plaza de Mayo, espontánea y sufriente, en esa Capital de la que desconfiaba y que jamás lo apoyó.
Entre los que lo lloran la mayoría son humildes, muchos son jóvenes que recuperaron la sed por militar. Lo lloran las Madres de Plaza de Mayo, las Abuelas, los integrantes de la comunidad gay, cantidad de artistas y trovadores populares.
Su nombre será bandera y todos ellos tratarán de llevarla a la victoria, a la continuidad, a la coherencia.
Se lo llora y ya se lo añora en la redacción de este diario, que clamó desde su primer día por banderas que en su gobierno se plasmaron en conquistas, leyes, procesos y condenas a genocidas.
Ya lo extraña este cronista, que lo conoció en su labor profesional, lo respetó y quiso más de lo que marca la regla de la ortodoxia del “periodismo independiente”. Lo que nunca impidió discusiones, críticas o señalamientos que forman parte de la lógica del trabajo y de la política.
A la Presidenta, a su familia, a sus compañeros y a los que lo lloran van el abrazo y el saludo en un cierre tan heterodoxo como sentido.
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